Comentario
El retrato de los años de la Tetrarquía sigue la línea iniciada en el siglo III hasta sus últimas consecuencias. Sus cabezas de soldados miran al mundo fijamente con sus grandes ojos y sus semblantes adustos. Las pelambres de la cabeza y de la barba siguen exhibiendo su tosco y acostumbrado modo de hacer. Pero el naturalismo que en ellas persiste va a experimentar una crisis debida a factores varios. Uno de ellos es el frecuente empleo de un material exótico, el pórfido de Egipto, trabajado en aquel país desde los tiempos faraónicos, pero extraño a los talleres griegos y romanos por su dureza y su resistencia a la labra del cincel. Ahora, en cambio, se aprecia y cotiza no sólo para retratos oficiales, sino para vasos y otros objetos de adorno, incluso para sarcófagos. Los de Santa Helena y Santa Constanza son obras cumbres del género. Los semblantes agitados de los retratos en mármol de los tetrarcas, como el de Diocleciano, de su palacio de Nicomedia y de sus años de monarca en activo, quedan literalmente y en sentido figurado petrificados por el material en boga. Hay que contar con que los artistas fueran egipcios -en el Museo de Alejandría hay un fragmento de sarcófago como el de Santa Constanza- y que a ellos se deban los graciosos grupos de dos augustos o césares dándose el abrazo de la concordia en Venecia y en el Vaticano. Los estudiosos del retrato hablan de serenización de los rostros y también de geometrización. Esto respondía naturalmente a algo más que a los efectos del uso frecuente de un material intratable; respondía a un nuevo concepto del hombre y de su destino en este mundo y en el otro.
Una cabeza varonil de la Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague pudiera representar a Constantino como él era de joven, taimado e implacable, con la mirada ligeramente sesgada y la barba picada al modo tetrárquico. Pero ese modo de hacer no respondía ni al absolutismo ni a la divina maiestas propugnados por él en su madurez. En gran parte de sus retratos se impone un clasicismo que aspira a ser el de Augusto sin que por ello alcance la meta propuesta. Los más interesantes, sin embargo, están hechos bajo un signo nuevo en el arte romano, de un expresionismo sin paliativos. Dos ejemplares espléndidos y colosales los dos -uno en mármol y otro en bronce- están hoy en el Palacio de los Conservadores de Roma.
El primero de ellos presidía desde el ábside de la cabecera primitiva la Basílica de Majencio y formaba parte de una estatua acrolítica de la que se conservan partes, una de ellas, la mano derecha, tan elocuente como la cabeza. El mármol es pentélico, lo que sugiere la posibilidad de que también la labra fuese de Atenas. La cabeza no es de este mundo ni es la de un hombre, sino la de alguien que está muy por encima de los hombres, un tipo nuevo, decía Kaschnitz, tan decisivo para su tiempo como la cabeza de león, y de ojos mirando al cielo, de Alejandro Magno lo había sido para el suyo; serio, inaccesible. Sobre la expresión, concentrada en los ojos, el pelo forma un casquete ornamental más parecido a una gorra de lana que a una cabellera de hombre, y es de suponer que le falte la corona que era su natural complemento. La estatua debió de ser erigida poco después del 312, fecha de la entrada triunfal en Roma. En su mano derecha hay que imaginar el cetro rematado por la cruz, como sugieren un pasaje de la "Historia eclesiástica" de Eusebio y el múltiplo argénteo conservado en Munich. El otro coloso de Constantino es de bronce y su expresión está también concentrada en los ojos, aquí orlados del marco decorativo de unas cejas prominentes, bajo el dosel del flequillo artificioso. El efecto ornamental es mucho más intenso que el de la cabeza de mármol. Su mano derecha, conservada también, sostiene el globo. El coloso fue erigido después del año 330, en que el emperador celebró el trigésimo aniversario de su coronación. Su fisonomía coincide con la de las monedas de aquellos años.
La estereometría vuelve a hacer acto de presencia como si el retrato quisiese evocar sus raíces itálicas solamente. La osificación del semblante enmarcado en su peinado ornamental, tanto de hombres como de mujeres, se mantiene hasta mediados de siglo por lo menos. Constancio II permanece fiel a la iconografía paterna. Otra cosa es la época de Teodosio: las cabezas cúbicas son reemplazadas por las delgadas y largas; las carnes recuperan su blandura natural. Muchos retratos recuerdan a los cortesanos de Teodosio reunidos en el pedestal de su obelisco, muestras de un clasicismo menos rígido, más relajado que el constantiniano.
El clasicismo no acaba nunca, si se entiende como un arte cuyas formas evocan el pasado. Para hacerlo, basta con disponer de un buen modelo y atenerse a él. Gran parte del arte cortesano: los mosaicos del pavimento del palacio imperial de Bizancio, los dípticos de marfil, los relieves de piedra y de metal, lo restablecen cuando quieren.
La mejor estatua teodosiana de que disponemos es la de Valentiniano II (383-392) del Museo de Estambul. A su lado se encontraba otra de Arcadio, según las inscripciones de ambas. El lugar en que se hallaban expuestas era las termas de Afrodisias, escuela de escultores de primera fila desde tiempos de Adriano. La estatua nos resarce de tantas pérdidas experimentadas por la Roma de Oriente ofreciéndonos una buena muestra del retrato oficial teodosiano, susceptible de convivir, como revelan los ejemplares del Museo de Tesalónica, con otros más expresionistas. En este retrato sólo los ojos y la boca están nítidamente dibujados como vehículos de expresión de una cabeza grande y plana. Una diadema, de dos sartas paralelas de grandes perlas, ciñe el casquete de la cabellera. La túnica de mangas y la dalmática, esmeradamente plegadas, dan el tono formalista como conviene a la majestad imperial. El dorso, destinado a no ser visto, es en cambio plano y anodino.
Las destrucciones en cadena sufridas por Constantinopla a lo largo de su accidentada historia impiden hacerse idea cabal de los esplendores de la Nueva Roma constantiniana y teodosiana. Retratos y relieves históricos fueron trasplantados de la Roma del oeste a la del este sin que se hayan apenas conservado.